En la casa en la que yo crecí no había flores. Esta frase puede parecer una metáfora para expresar que no había amor, pero sí lo hubo. Hubo cuidado, comida y libros. Simplemente no había flores. Tampoco había un cesto en el lavabo en donde poder tirar las compresas, pero esta ausencia fue tan determinante para el desarrollo de mi sexualidad que solo supe darle vida en una historia plagada de ficción que publiqué en mi último libro.
No lo pensé entonces, pero es posible que uno de los detalles que me llevó a enamorarme de P es que comprara flores para casa. Le gustan porque ha crecido en el DF, una ciudad cuyas calles huelen, en sus palabras, a jacarandás, aguas negras y tacos. En el DF hay flores allá donde pongas el ojo. Quizá porque se trata de una ciudad construida encima de una laguna. Por las calles hay tantas paradas de flores que parecen dispensadores de un bien imprescindible.
La última vez que fui estaba embarazada, casi a punto de llegar a la semana en la que ya no se puede volar en avión. Ahí conocí las contracciones de Braxton Hicks, que me tuvieron en varios momentos pensándome que mi hija iba a nacer en México. En una barca en Xoximilco me pusieron una corona de flores en el pelo, mujeres que no conocía bendijeron mi vientre. Por las mañanas, en una plaza de Polanquito, una familia arreglaba la parada haciendo el rocío de las rosas con escupitajos.
Lo que quiero decir con esto es que mi amor a las flores no vino de cuna. Fue algo que llegó a mi vida junto con crear un hogar. Dije que recomiendo comprarse flores a una misma semanalmente, y lo sostengo. Pero de lo que me he dado cuenta es que no me las compro a mí, sino a mi casa.
Cuando tengo algún asunto pendiente con ella, compro más flores. Si me estoy instalando y quiero que me acoja, flores. Si he estado tiempo fuera, flores. Si he decidido que la voy a dejar, no faltarán flores en todos los jarrones.
Me gustan las flores porque llegan a donde no alcanzan las palabras. No puedo hablarle a mi casa pero le puedo comprar flores. No puedo hablarle a un muerto, le dejaré flores en la tumba. Digo que me gustan pero en realidad les tengo envidia.
Las envidio porque son las únicas capaces de colarse en momentos de otro modo inconexos: el deseo de la novia de que su amor se transforme en más amor cuando tira el ramo por los aires, las coronas fúnebres para llenar la ausencia, la llegada misteriosa de una nueva vida, un invitado generoso que busca amenizar el encuentro, una muerte accidental en la carretera cuya única forma de no ser olvidada es con flores. Solo ellas y el aire tienen esa capacidad de colarse en cualquier lado. Es como si supieran hablar el lenguaje de todos los sentimientos, y quién no quiere eso.
Una noche de verano me desperté de repente y no pude volver a conciliar el sueño. Conocí el insomnio en mi último mes de embarazo. Escribí a mi amiga Camila que vive en Nueva York, todavía había luz en esa parte del mundo. Le dije que tenía el presentimiento de que “la bebé” estaba llegando. (He perdido el contacto con la época en la que mi hija todavía no tenía nombre). A la mañana siguiente recibí unos lirios blancos en casa.
Eran días de temperaturas extremas y eso hizo que las flores se abrieran con premura. Cada día fotografiaba el ramo y en un pie de foto escribí: Nacerá cuando todos estos lirios se hayan abierto.
Ese tipo de pensamiento mágico desapareció, paradójicamente, en el mismo parto. No sé si nació cuando todos los pétalos se abrieron porque cuando volví a casa mucho más tarde de lo planeado, alguien los había tirado a la basura.
Ahora cuando voy a visitar a una mujer recién parida no le traigo flores. Le entrego una bolsa con dátiles, chocolate negro, caldo de huesos y frutos secos. Lo que no le digo con palabras se lo digo con comida.
El acuerdo con las flores es simple. Vas a una floristería, pagas una cantidad de dinero, te las llevas a casa envueltas en un cono como si fueran castañas calientes, las colocas en un jarrón. Viven contigo el resto de su corta vida, hasta que la caída de los pétalos te avisa de su muerte. Justo cuando están a punto de morir, desprenden su aroma más intenso. He querido investigar sobre este fenómeno, y haciéndolo, leo que los humanos desprendemos un olor particular justo cuando vamos a morir. Entonces tiras esas flores a la basura y piensas que toca comprar nuevas.
He intentado dar argumentos racionales a por qué me gustan tanto las flores. Pero mi respuesta más sincera es que no lo sé. No hay un propósito claro en que siempre quiera rodearme de ellas, porque si bien llegan donde no hay palabras, en el fondo crean un soliloquio, no un diálogo. Sé que no lo hago por los demás, ya que muchas veces las flores duran tan poco que ni siquiera hay nadie ajeno a los que viven en casa que las ven. Pero sé que es en esa sencillez, en que estén precisamente desprovistas de propósito, de argumentos articulables o de una recompensa clara, donde me encuentran.
Hay algo de este sentimiento que relaciono con mi hija. Ayer la tuve en brazos durante un buen rato. Corté el silencio para explicarle que la mañana en la que una raya rosa casi imperceptible me anunció que había llegado, le pedí que se quedara. Mi hija apoyó su oreja en mi hombro y con sus manos cada día más preparadas para agarrar objetos más ambiciosos, me abrazó. Entonces se filtró el pensamiento de que un día ya no cabrá en mis brazos, de que quizá durante unos años tenerme lejos sea su conquista, pero no por ello dejaré de amarla hoy. Así que supongo que cuando hablo de flores, por primera vez, estoy hablando de amor.
L.
El párrafo final, wow
Que bonita foto!