El hombre con el que me casé hace hoy cinco años en un castillo en el Sur de Francia me dijo ayer noche: “Los vinos de la boda se han revalorizado muchísimo.” Estábamos a punto de empezar a ver Eternal Sunshine of the Spotless Mind y sacó esa información de vete-tú-a-saber-qué-web de las suyas. El hombre al que quiero es un marchante no certificado, la revalorización de las cosas es algo que le provoca un nivel de felicidad al que yo sólo accedo observándole a él.
Hoy son nuestras bodas de madera. Si llegamos a los diez, tocará celebrar las de aluminio. A decir verdad este material no me resulta para nada tan sexy como la madera, aunque estoy dispuesta a desdecirme.
Celebrar estas bodas me parece una fantasía. ¡La madera es un material noble! Merece reverencia. Aún así no nos vamos a regalar nada, nunca lo hacemos. El regalo ya está aquí: nos queremos y seguimos funcionando aceptablemente bien juntos a pesar de los miedos adquiridos en los últimos años y de las ligeras depresiones.
En esta pieza narré el momento preciso (y diferente) en que ambos decidimos que queríamos casarnos con el otro. El instante en el que se posó ese deseo y ya no hubo forma de pararle los pies. También escribí sobre lo que en el fondo significa una boda.
Hoy, llevo dentro un orgullo extraño al sentirme Novia de madera por un día y quiero compartir el motivo por el que creo que hemos llegado a este aniversario. Me refiero a cómo hemos conseguido no divorciarnos, al menos en los primeros cinco años de matrimonio. Me vino esa idea mientras veíamos Eternal Sunshine of the Spotless Mind y la conversación fue más o menos así: