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Hace unas semanas, estuve presente en una conversación en una fiesta acerca de cómo deben cerrarse las casas de esta isla cuando terminan las vacaciones. Al parecer los espacios han de dejarse abiertos, tanto habitaciones como cajones y armarios. Conviene no dejar ropa colgada, debe quedar envuelta para evitar que la humedad cale y arrase con todo.
Pensé que los actos que se llevan a cabo cuando se cierra una casa —dejar la nevera vacía, limpiarlo todo, tirar lo acumulado— es hacer como si nunca nadie hubiera estado. Se limpia la mise en scène que da paso a la siguiente. Se eliminan rastros de lo vivido. Supongo que por eso cambiar de espacio es un acto importante, porque estamos poniendo en acción hechos que no entenderíamos de otro modo: que todo pasa, que a todos nos sustituyen.
Cuando me tocó cerrar la nuestra, me acordé de los consejos que escuché en la fiesta. Seguí los pasos de los connaisseurs de la humedad, actué de forma opuesta a lo que me sale cuando digo adiós a un lugar y procedí a dejar todos los espacios abiertos.
Pero de lo que nadie me avisó es de la sensación indefinible que me sobrevendría mientras seguía esas acciones. De hecho fueron dos cosas las que aparecieron: un no-recuerdo y una sensación inmanejable.
El no-recuerdo:
De pronto caí en la cuenta de que hubo un último día para un hecho concreto de mi vida. El último día en que la primera familia que conocí dejó de vivir en la misma casa. Y esta convivencia no volvería a darse más. De la vida, me llama la atención que se ocupa de ser muy discreta cuando hace sus movimientos definitivos.
No sé cómo sucedió en otras familias, si es que algunas se encargaron de tomar conciencia de ese instante con algún ritual, o por el contrario todo transcurrió con la misma discreción que en la mía, de puntillas.
Ese último día tuvo que ser cuando el primero de los hermanos se preparaba para irse a trabajar al extranjero. Luego mi otro hermano se mudó con su primera novia, después mis padres, y finalmente mi tercer hermano, quien se tuvo que ir también a trabajar fuera. Me quedé sola. La última en llegar y la última en irme.
Fui yo quien cerré mi primera casa. Y sin embargo no tengo absolutamente ningún recuerdo del día en el que debí de poner mis cosas en la maleta y mudarme por primera vez a un piso en Barcelona en la época en la que todavía era abogada. Dejé la buhardilla que luché por conseguir para ganar espacio entre mis hermanos. Debí de cerrar esa puerta, debí de poner la alarma, debí de tirar una última basura: no recuerdo nada.
Puede ser que me respaldara en la siempre calmante idea de que era algo temporal, pero lo que sucedió realmente es que la única noche que volví a dormir en esa casa fue cuando me cogió un ataque de pánico sobre el que ya escribí en esta carta.