Tenía más o menos listo un texto sobre cómo el hecho de convertirme en madre ha desbancado en mí la idea de pureza, y cómo creo que estar siempre navegando en la ambivalencia nos acerca más al Tao, el principio de unidad entre todas las cosas, y que por tanto las contradicciones que vemos desde fuera en las madres son quizás signo de una lucidez extrema, pero el jueves fui a la ópera y me apetece escribir sobre otras cosas.
Marina Abramovic está en mi ciudad interpretando las 7 muertes de María Callas en el Liceu. Callas fue una mujer llena de dolor y fuerza con una vida tormentosa que no puede ser más fascinante. Onassis, el gran amor de su vida, la dejó para irse con Jacqueline Kennedy y nunca se lo perdonó. La tragedia griega que fue su vida no terminó con su muerte: robaron su urna en Père-Lachaise en París, el cementerio más bonito del mundo. Cuando la encontraron, sus cenizas fueron dispersadas en el mar Egeo. Durante la hora y media que duró la obra de Abramovic, la muerte me pareció una cosa bella y misteriosa.
Más tarde subimos unos cuantos a una sala del Círculo del Liceo a comentar la obra. Rossy de Palma nos contó que las soprano iban vestidas como las sirvientas de la época —al parecer no les había encantado la idea— porque Callas siempre decía que la única persona que la quiso fue su criada Bruna. Rossy le ofrecía tortilla de patatas a Marina, le decía que estaba deliciosa y lo estaba.