Una semana cualquiera en estas latitudes
Sobre Madrid, cocinar, copiar a la Luna, hacer cosas que se nos dan mal, la envidia y un intento de robo
Lunes
Me encanta Madrid. Llegar a ella siempre en tren, no terminar de orientarme del todo, nunca dormir en el mismo hotel. Los nombres de sus calles y de los museos, su concreta chulería, los perros de Chamberí, leer en el toldo de un kiosko “Moratalaz” y acordarme de esa canción… Saber que tanta gente quiere poseerla en sus letras y libros y que en cambio nosotras seamos un alien para la otra. Siempre me acoge con el mismo calor. Me quedo embobada observando cómo la gente construye sus frases, lo cerca que pone a los libros en sus conversaciones mundanas. Pero como buena barcelonesa, en el AVE de vuelta a casa me digo convencidísima que qué bien hago viviendo en Barcelona, la ciudad en la que está tácitamente aceptado no saludar a un conocido por la calle.
Martes
Si durante una cena en una mesa imperial entre amigos exaltados alguien interrumpiera de golpe y dijera: “No me veo capaz de sobrevivir en este mundo” algunos se quedarían mirando el plato para evitar el contacto visual, otros agarrarían el móvil, alguien más asertivo lanzaría una pregunta aclaratoria. Pasaría un ángel fundiendo las luces de guirnalda de un plumazo. Pero si esa misma persona dijera: “No sé cocinar” al acto alguien se sumaría a esa declaración, otro mencionaría una nueva app de comida a domicilio o hablarían de cómo la termomix les ha cambiado la vida. Más pronto que tarde ese tema enlazaría con otro y caería en el olvido. Y sin embargo, en el primer y el segundo escenario la persona estaría diciendo exactamente lo mismo.