Es una mañana de lunes en la isla y P se ha ido a comprar pan. Se ha llevado a Cleo para que yo pueda trabajar y enviar unas facturas. Me llama para contarme que mi pan preferido se ha agotado pero que ha comprado el más parecido. Me pregunta si necesito algo más. Cuando estamos a punto de colgar me dice: “Por cierto, ¿sabes la parada del mercadillo donde justo ayer compramos albahaca y tomates? Pues al parecer se ha estrellado un camión de hielo en los bancos donde os sentasteis mientras yo hacía la cola. No sé nada más.” Siento el hielo de ese camión entrar en todo mi cuerpo y me cuesta volver a poner la cabeza en lo que estoy haciendo. Deseo que no haya arrollado a nadie en el camino. Pero conozco bien esa calle, siempre hay paseantes.
Mañana compraré el periódico local para saber más sobre el suceso. El año pasado precisamente en la panadería francesa desde donde me ha llamado, leía ese periódico mientras su delicioso café avivaba mi ánimo. Leer las noticias de la isla en ese periódico me provocaba un placer misterioso hasta para mí misma. Tanto, que me sirvió como inicio de un entramado para un relato de mi libro Los Cisnes de Macy’s sobre una señora que repasa la vida que tuvo en los cuatro puntos cardinales de la isla. Escribí que leerlas “le daba la ilusión de una unión entre todos. Como si le permitiese saber lo que estaba pasando detrás de cada ventana.”
El motivo por la que yo las leo es otro. No termino de asumir que en este lugar, que es lo más parecido al paraíso para mí, una isla que conocí de adolescente y en la que ahora he puesto mi dinero para que una parte minúscula de suelo me pertenezca, puedan pasar cosas atroces, igual que en cualquier sitio.
El redactado de esas noticias es muy distinto al de los periódicos de la península. La narración de los sucesos tiene un aire tintinesco, escrito a veces con la cercanía y el entusiasmo de un explorador. Que el año pasado titulares como “La web para los tickets del jaleo bus sigue sin arrancar” o “Se clausuran los lavapiés de la playa” aparecieran en portada confirmaba mi delirio de que aquí no podían pasar cosas malas.
Observo ese pensamiento infantil. Me da cierto pudor escribirlo. Mucho más que hacerlo sobre temas que para otro serían demasiado personales. Lo juzgo porque siento que no es un pensamiento que tendría la persona que creo ser.
Mi madre me contó que la primera vez que visitaron los Alpes el verano de sus veintitrés años se enamoró de sus campos de vacas y sus chalets de madera rodeados de vacas regenerando las tierras del valle. En medio de ese encandilamiento, le preguntó a mi padre: ¿Crees que aquí la gente también se muere?
Cuando mi madre formuló esa pregunta, se estaban muriendo demasiadas personas en su vida, demasiado pronto.
¿Por qué nos ruboriza tanto ver a nuestra madre en nosotras?