Si las parejas fueran árboles, algunas serían cipreses, de vida longeva, enamoradas de la privacidad, con la mirada puesta en la muerte del otro. Otras serían palmeras, que resisten en el desierto y solo al verlas iluminan la vida de los que les rodean. Algunas serían de plástico. Otras sauces llorones, de una fragilidad tan grandiosa y tan expuesta como su belleza. Todas tendrían raíces profundas e invisibles y ni ellas mismas sabrían lo que les ha enlazado.
Como los árboles, existen parejas de madera fuerte y otras de tronco frágil, pero ninguna deja de ser vulnerable a lo que se encuentra fuera. Los árboles deben resistir a las grandes heladas, a las altas temperaturas, al viento huracanado, al fuego, a ser ignorados.
A las parejas a veces les puede incendiar una frase de un tercero, un simple movimiento a favor de uno puede generar un desequilibrio en el ecosistema por el que sobreviven. En los árboles, cada inclemencia provoca dos escenarios excluyentes: tumbar el tronco o hacerlo más fuerte. En las parejas, durante ese constante trabajo de resiliencia, algunas tienen la fortuna de rodearse de un ángel.
Un ángel para una pareja es aquella persona que la nutre con aquello que no encuentra en la otra. Traduce los ángulos del alma a los que la otra no accede. Es un puente entre dos puntos de otro modo incomunicables. El efecto de un ángel es a veces muy sutil, a veces muy palpable, pero siempre cura desde la raíz. No sé si esos ángeles son tan habituales. Si sé que a veces existen por un tiempo y luego ese poder se desvanece o se transforma.
Si después de haber pasado tiempo con esa persona la pareja duerme bien, si está más afectuosa, si ni siquiera necesita repasar nada sobre lo que ha hablado hoy, ahí tiene a su ángel.