Un comentario en Instagram que se envía incontables veces por un error en la conexión: el emoji del helado junto con el corazón rosa latiendo, x56, en la foto de tu amiga en su viaje a Acapulco. Así es como se siente un tartamudo cuando tartamudea.
La diferencia es que los comentarios repetidos pueden borrarse. Una vez llega el tartamudeo ya no puede eliminarse tan fácilmente el bochorno y la risa reprimida en el rostro del oyente. En el lugar de donde yo vengo, la cojera y la tartamudez provocan una risa inmediata. Ambos tienen en común la dificultad en hacer algo (dar un paso, pronunciar una palabra) y ambos provocan gracia y rubor en quien asiste a ese obstáculo.
Me di cuenta bastante pronto de que había algo diferente en mi forma de hablar. Debía de tener unos cinco años cuando me empezó a pasar. La anticipación de tener que pronunciar una palabra concreta me provocaba una ansiedad sin límites. La palabra estaba ahí, esperando a ser dicha, pero una cuerda la ahorcaba hacia arriba. En paralelo, me armé de recursos para poder atravesarla. Empezaba las frases con “y”, las iniciaba cantando, susurraba el encallo y alzaba la voz sólo cuando salía la palabra, u omitía lo que quería decir. Estaba convencida de que esos recursos míos tan astutos escondían mi tartamudez del resto del mundo. Una frase era un campo de minas y yo conocía bien el modo de sortearlas.
Pero un buen día el mundo de fuera me devolvió otra realidad.