Suspendí siete veces el carnet de conducir
¿Qué queda de los fracasos una vez lo hemos conseguido?
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Necesité ocho intentos para aprobar el carnet de conducir. No pienso achacar ni uno de estos fracasos a la mala suerte ni a extremidades distintas que mis pies y manos. Todos y cada uno de estos suspensos fueron estrepitosos y memorables: un choque contra un container aparcando marcha atrás en una calle empinada del Poble Sec, un peatón que nunca vi cruzando diligente por el paso de cebra, unas piernas temblorosas que calaron el coche más de tres veces seguidas en una mañana de lunes en medio de la plaza Francesc Macià.
Cuando los NO-APTA se convirtieron en recurrentes, decidí seguir presentándome sin decírselo a nadie, solo para evitar el bochorno de después. Seguía suspendiendo en silencio. Ahora este recuerdo no remueve nada en mí. Se ha convertido en material que sacar en una cena entre amigos, y ya.
Quizá te interese saber qué tuvo de distinta la octava vez que me presenté al examen. Me encontraba a finales de cuarto de Derecho. Llevaba todo ese curso intentando aprobar y se me estaba agotando el tiempo: había conseguido mis primeras prácticas de verano como abogada en una Big 4, cuyas oficinas se encontraban lejos de mi casa y necesitaba el coche para ir a trabajar. Al terminar esas prácticas me iba a vivir a China. Me encontraba ya en los últimos intentos antes de tener que empezar todo el proceso de nuevo, ya que el teórico estaba a punto de caducar y yo me mudaba de país.
Decidí trasladar mi expediente al pueblo donde pasé todos los veranos de mi infancia. El dueño de la autoescuela era también el único profesor. No recuerdo su nombre pero sí que se trataba de un hombre noble, con manos de campo, un payés urbanita a punto de jubilarse, con una sensibilidad que intentaba esconder con practicidad.
Mientras conducía por los mismos caminos que había recorrido cientos de veces en el asiento de atrás, el profesor me iba corrigiendo aquellos vicios que me había inculcado el primero. En unas pocas semanas, conducía ligera por carreteras que cruzaban campos, autopistas, colinas y entre el bullicio de los pueblos.
En nuestros trayectos subidos a su Seat León rojo, el profesor me iba señalando casas y me explicaba que tal vecina había sigo diagnosticada de cáncer de lengua de la noche a la mañana, me hablaba de sus hijos, llamaba a los árboles por su nombre.
Yo en cambio no hablaba mucho. Fue una época de gran estrés. Me puse el listón muy alto con las asignaturas de la universidad solo para que me concedieran el intercambio en China, el más lejano en el mapa y en contenido (ni una asignatura era sobre Derecho). Pronto empezaba a trabajar y necesitaba el coche. Pronto me iba a vivir a la otra punta del mundo sola.
Cuando aprobé sin un solo fallo, el profesor abrazó a mi padre con una cercanía inusual, ya que no se conocían más allá de los momentos en los que me venía a buscar cuando terminaba las prácticas.
Conducir a su lado me proporcionaba una seguridad que no sabía que me faltaba. En una de esas clases, supongo que mientras comentábamos lo difícil que estaba siendo para mí aprobar este examen y sin intención por su parte de extenderse más allá, el profesor soltó: el teu pare t’estima moltíssim.
Tenía que venir un extraño para hacerme comprender que mi padre me quería. Mi padre es un excéntrico y también lo es su forma de querer. Cuando recibo una carta de Hacienda sus gestos afligidos me aseguran que me ama. Pero no me llamó cuando perdí mi primer embarazo, por ejemplo.
Ahora he recordado que le obsesionaba la iluminación cuando nos veía leyendo. Decía que leer con poca luz era devastador para la vista. A menudo, cuando sacaba mis ojos del libro, me encontraba con una lámpara acechándome que había llegado ahí sin darme cuenta.
Mi madre en cambio es todo lo contrario. Desde que soy mamá, me abruma todavía más su capacidad de haberme hecho creer desde siempre que mi universo era tan interesante para mí como para ella. Desde la ropa que le poníamos a las muñecas, hasta una época —de la que no respondo— en la que ambas veíamos el fútbol juntas porque yo estaba enamorada de un fanático y quería tener de qué hablarle. Su forma de querer es fundirse en el otro. La de mi padre es amar queriendo arreglar los problemas terrenales del otro.