Peor que un amante
Hay libros cuya lectura me provoca cosas rarísimas. Salgo a la calle y de pronto me detengo en detalles que nunca había notado. Estoy comiendo con unos amigos y saco un nuevo tema de conversación que viene de mi lectura. Paso con el coche por un barrio similar al del libro y algo se encoge por dentro. Mientras lo leo, el centro del mundo está donde se encuentra ese libro. No puedo dejarlo, lo necesito cerca. Si no cabe en el bolso o el plan es con niños y llevarlo no tiene sentido, mi mente seguirá con él. Sé que estoy ante un libro así cuando le leo fragmentos en voz alta.
Con los libros, me dejo llevar por el camino misterioso que me guía a ellos. A veces me llegan a través de una película. (Si una película te ha gustado, cómprate siempre el libro que menciona: es probable que trate aquello que la directora o el director no ha sabido plasmar en la pantalla. Es un bonus track que hay que atrapar al vuelo.) Otras veces, llego a un libro cuando al menos dos personas me lo han recomendado. No se me ocurre una señal más clara de que un libro debe ser leído que el hecho de que dos o más personas nos vinculen con su historia.
Bueno, hoy quiero escribir sobre las analogías y diferencias que he encontrado entre mi biblioteca y mi armario. Pero antes de eso volvamos un momento al libro del que hablaba al principio. Con él me ha dolido el corazón. Y lo digo de forma literal: en algunos momentos tuve que parar de leer porque empecé a sentir un pinchazo en el mismo que irradiaba al brazo izquierdo hasta llegar a mi muñeca. Es algo que me ha pasado muy pocas veces, y hasta que leí este libro, solo lo había sentido con experiencias mías. El libro del que estoy hablando es: