A veces me asalta el pensamiento de que las escritoras estamos abocadas a no ser buenas madres. Siento que para escribir se necesita algo de egocentrismo, un carácter obsesivo y solitario, cierta relación disfuncional con la realidad, tener algo de bruja y de lunática. Qué dos adjetivos tan preciosos, por cierto.
Supongo que todos estos atributos no son los primeros que aparecen cuando nos viene la imagen beata y entregada de una madre, todavía presente en el imaginario común. Pienso en mis escritoras favoritas y ni una se salva: Joan Didion, Lucia Berlin, Elena Ferrante, Annie Ernaux… Todas han narrado pensamientos ambivalentes sobre la maternidad.
Pero luego intuyo que quizá no es que sean las únicas que han titubeado en esto de ser madres, sino que solo ellas lo han puesto en palabras. ¿Cuántas profesoras de Aix-en-Provence en los cincuenta sintieron conflictos internos en su maternidad, y esos no las sobrevivieron porque no los dejaron por escrito?
Yo todavía quiero que algunos conflictos me sobrevivan, así que hoy escribo sobre algo que temo igual que deseo: el verano.
En el lugar de donde yo vengo existe una adoración alrededor de esta estación. Algunos usan el verbo veranear. Parece que todo el mundo está de acuerdo con que el verano es una cosa deseada. A mí me pasa como con los globos en las fiestas: siento que me están obligando a pasármelo bien.
Desde la llegada del solsticio, la gente empieza a hablarse en números: estarán fuera del 25 al 4, de nuevo del 8 al 14. Se tolera de forma tácita que la productividad disminuya hasta mediados de septiembre. Si pudiéramos entrar en la cabeza de alguien que ha crecido en estas latitudes, veríamos cómo en la forma en la que se imagina las estaciones, existe un muro alto y grueso que separa los meses de verano de todos los demás.