Es domingo por la mañana y salgo a pasear con mi perrita Greta para ir a comprar La Vanguardia. No quiero volver a casa tan rápido—poner los pensamientos en movimiento siempre será lo más importante que me enseñó mi madre—así que enfilo por las calles de mi barrio donde se entra a otra vida. Me paro a mirar los coches que dejan Barcelona por la Vía Augusta. Hay un radar anunciado que hace que todos reduzcan la velocidad de forma ridículamente performativa. Siempre que los veo, o que me encuentro yo haciendo lo mismo, pienso en la absoluta complacencia con la que convivimos con la hipocresía. Sigo subiendo y llego a las torres increíbles donde ya no vive casi ninguna familia, ahora son clínicas de fertilidad, cultos japoneses, restaurantes y gimnasios. Las pocas personas con las que me cruzo en esta mañana lenta llevan también La Vanguardia debajo del brazo.
Tengo dos opciones: o me pongo los AirPods y empiezo a escuchar esa samba carioca que si Frank Ocean descubriera le gustaría samplear, o mantengo mis orejas atentas a este mundo. No se habla lo suficiente del trauma que provoca sacarse los AirPods de cancelación de sonido. Ese estar en el mundo, pero sentirse completamente fuera de él, debe parecerse mucho a no haber nacido todavía. Los ecos raros me devuelven a la barriga de nuestras madres, ajenos al mundo de fuera.
En estas calles tengo mis casas favoritas desde que soy niña. Cruzo por el puente al que Zafón le dedicó Marina. Abro la cajetilla de mis AirPods y entonces sucede el terror: he olvidado los auriculares en casa. Sé exactamente dónde están, en la mesa de la entrada, pero de qué me sirve. Nadie habla tampoco de este desgarro con el que toca convivir. Justo cuando estoy a punto de enojarme conmigo por otro de los despistes que invaden y alteran mis días, unas voces me tiran hacia ellas, como el flautista de Hamelín.
“La enfermera les envió una carta antes de suicidarse. Les pidió que la perdonaran, que les quería mucho pero que no estaba bien en este mundo…” Con la primera frase ya estoy bendiciendo mi olvido. Son dos señoras con pelo gris, cogidas del brazo como iba yo con mis amigas en mis años adolescentes—“Qué barbaridad, qué barbaridad, ay qué duro…”, responde la otra, que señala la casa siguiente y empieza a articular un nuevo chisme. Pero la amiga sigue dentro de su historia y la interrumpe: “Son malas, hay gente muy mala… Fue la hija quien les dio la carta en mano, los señores no fueron al funeral…” Estas señoras tienen la llave del mundo pero nadie las escucha, a duras penas se escuchan entre ellas.
Greta ladra a un skate que pasa por la calle. Las señoras nos miran y bajan la voz. Sus ladridos nos han robado el anonimato de un plumazo. Hora de volver a casa. En el camino de regreso, me fijo en que todos los árboles del amor ya están en flor. Esta es una primavera merecida: