Hay un lugar muy cerca de ti. Lo has visto de reojo cientos de veces. Tú misma has estado ahí pero ya no lo recuerdas. Llevas años ignorándolo, hasta que algo concreto pasa en tu vida y boom: lo sabes todo sobre él. De pronto te conoces todos los de la zona, tienes tus preferidos, priorizas los limpios y los más seguros, huyes de los que desprenden tristeza. Este lugar al que me refiero se llama Parque Infantil.
El día en el que tu criatura da el primer paso, los parques de tus alrededores empiezan a brotar mágicamente en tu retina. No dejarás de verlos, incluso cuando estés en otras ciudades viajando sin ella.
En los parques pasan muchísimas cosas. A veces ayudan a confirmar que elegimos bien a nuestra pareja cuando nos encontramos odiando a los mismos padres. Pero lo más revelador es que es un lugar para observar cómo se relacionan los niños entre ellos. El otro día escuché a uno preguntarle a otro cómo se llamaba. Su siguiente pregunta fue: ¿Quieres ser mi amigo? El niño respondió que sí y se fueron corriendo cogidos de la mano a jugar al Suelo es Lava, sacudiendo la arena con sus zancadas.
Estos niños no se saben su DNI de memoria pero saben formular y contestar a una pregunta que yo no me atrevería a hacer ni harta de vino.
Desde la adolescencia hasta la mitad de la veintena una parte importante de mis luchas internas fue conseguir tener una relación de amor sana. Llevo casi ocho años en pareja y a veces en secreto todavía siento que he hecho trampas. Sigo pensando que haber aprendido a dar y recibir amor es gracias a haber hackeado el sistema que la vida tenía preparada para mí. Ahora que la tengo, se ha abierto espacio para otras luchas: la de querer conseguir tener vínculos de amistad sanos.
Sé que hay gente ahí fuera que me quiere y que diría palabras bonitas sobre mí en mi funeral. Hay unos pocos que acuden a mí cuando les pasa algo importante, y sé que yo podría hacer lo mismo. Sé que hay otros que disfrutan teniéndome en sus cenas (no en sus fiestas—nadie quiere a alguien postrado en el sofá mientras juega a Apalabrados en sus fiestas). En este sentido soy una una amiga funcional. Desde fuera nada te sorprendería sobre mi desenvoltura en la amistad.
El sentimiento viene de algo interno. He percibido que crecer no nos hace forzosamente más sabios, en todo caso nos hace acumular miedos, tics y rencor. Y lo que definitivamente crecer hace más difícil es ir acumulando amigos. Ahora pienso que crear nuevas amistades pasados los treinta es hackear el sistema, tal y como hice yo para conocer el amor.
Hay unos años en los que hacer amigos está sucediendo constantemente. Desde que nuestros padres nos dicen adiós con la mano en la puerta el primer día de clase hasta el final de la veintena, somos aves revoloteando con las alas bien abiertas en un mar de abundancia. Te juntas, te separas, te unes a grupos, les detestas, te mudas de continente, te tatúas el mismo círculo en el brazo en Tailandia, mandas e-mails llenos de ira aclarando con bullet points lo que la amistad significa de verdad para ti.
Durante esos años parece que las posibilidades de entrar en la vida de nuevas personas son infinitas. La vida es para nosotros, estamos en el centro del tablero. Y en un suspiro, llegan los treinta. Respiramos con alivio porque nos han pillado con la vida encaminada: tenemos una pareja estable y hemos dado con nuestra vocación. Pero lo que llega de sorpresa es que junto con la disminución de producción de colágeno, hay otra cosa que también se ralentiza: la posibilidad de generar nuevas amistades sólidas.
De los años promiscuos en amigos a los de sequía, un embudo filtra con exigencia los que te llevas a la nueva década. Algunos se van de puntillas, otros dando un portazo. A veces su partida tiene todo el sentido del mundo, otras dejarán un vacío difícilmente articulable.