Durante un tiempo, cuando mencionaba Nueva York, hablaba de volver y no de ir. El centro de operaciones de mi Mac estaba en la 30th con Lexington. Tenía una cuenta en City Bank, un número norteamericano, una suscripción al gimnasio, una jefa histriónica que me esperaba a las nueve en una oficina sin ventanas en un rascacielos, y una lavandería china en la que coincidía con los mismos extraños a los que nunca hablé.
De eso hace exactamente diez años.
Hoy estoy en Nueva York, pero esta ciudad ya no es casa para mí. Solo me quedan dos buenos amigos y dos familiares desperdigados en tres distritos. Los bares a los que iba ya no existen. Ya no me oriento como lo hacía ni controlo del todo la duración de los semáforos. Pero cuando piso esta ciudad, todo vuelve en una ráfaga cierta. Me mimetizo en los códigos con una rapidez que no se corresponde a los diez años que han pasado.