“¿Cómo llevas la crisis de los treinta y cinco?” Me preguntó una amiga de la infancia a la que hacía años que no veía. Habíamos quedado para comer en un restaurante del puerto. Un par de horas más tarde de aquella pregunta, su hija y la mía se fundirían en un abrazo en frente del mar. Hasta ese momento nunca había escuchado que a mi edad se produce una crisis.
Pero ahora que lo pienso, aquella mañana había estado paseando sola por un cementerio. Mi padre siempre nos manda mensajes por el grupo recordándonos que los visitemos, tal y como dijo su viejo amigo Heidegger. Aquel día, en uno de mis paseos habituales, me topé con uno y decidí hacerle caso.
El cementerio de Sarrià parece estar enclavado en medio de la calle Dr Roux, aunque al parecer es todo lo contrario: este camposanto existe desde antes de que Sarrià perteneciera a Barcelona. Caía una llovizna débil y persistente, como la de París. No había nadie más aquella mañana. Me pareció hermoso por su sencillez: no hay grandes panteones, ni rastro de esculturas elaboradas, nada de paisajismo meticuloso. Ahí está la muerte y la memoria, tout court. Me detuve en una tumba de un bebé de seis meses. Otra de una niña de trece años del colegio al que yo fui, fallecida en un trágico accidente. Hoy existe un premio literario a su nombre.
Salí por la puerta de abajo del cementerio y continué mi paseo. Media hora más tarde, se dio otra parada inesperada en mi ruta. Sin pensarlo dos veces, me compré mis primeros Roger Vivier.