El altar de la mujer que escruté de niña para enterarme de lo que significaba ser mujer tenía muy pocas cosas: rosarios, una Virgen, fotos de carnet de sus cuatro hijos y un bote azul de Nivea Creme que esparcía en su rostro mañana y noche con gestos mecánicos.
Para las que fuimos niñas en los noventa, las arrugas no estaban en las conversaciones de nuestras madres con sus amigas, que escuchábamos escondidas debajo de la mesa. Tampoco se hablaba de estas en la tele, ni en los Magazine de la Vanguardia que leíamos sólo para llegar a la viñeta de Jordi Labanda. Sí estaba presente la cultura de la dieta, “el estrés” —la adaptación a un anglicismo que había llegado de muy lejos y que al parecer daba palabra justa a un sentimiento común entre aquellas adultas—, las thermomix, y Lady Di.
Pero no las arrugas. No se hablaba de arrugas.
Cuando las niñas de los noventa dejamos de serlo, llegamos a la edad adulta con la carga de desaprender la dismorfia bajo la que nos habían criado. Con un éxito discutible, hemos conseguimos ver bello aquello que nos dijeron que no lo era.
El altar que mi hija escruta para enterarse de lo que significa ser mujer no tiene rosarios ni un bote de Nivea Creme. Por el contrario, contiene entre cinco y diez productos con la promesa de la “anti-edad”, incluyendo serums, mascarillas de noche, cremas hidratantes, muestras de retinol, alguna joya, piedras y demás objetos misceláneos.