Por mi cumpleaños quise estar atenta al milagro que es pasar un día normal: poder celebrar con algunas de las personas que más quiero. Que mi hija me trajera un pastelito para soplar la vela, mi madre acompañándola detrás. Que mi padre, tras un interrogatorio de los míos sobre un tema que me interesaba aclarar, me dijera: “Pero no escribas sobre esto, ¿eh?”, y que él mismo terminara la frase: “Hombre, y tanto que lo harás. Siempre haces lo que te da la gana.” Mi padre justifica muchos de mis actos recordándome que nací bajo el signo de la serpiente, según el calendario chino.
Cada cumpleaños estoy más cerca de no poder pasarlo con toda la gente a quien más quiero. Supongo que eso es lo que estoy intentando decir. Porque cada día estoy más cerca de que lo normal sea un milagro.
Mis tres hermanos me llamaron para felicitarme y estuve un rato hablando con ellos. Nos pusimos al día, como los adultos que son nuestros cuerpos, sosteniendo corazones de niños que compartieron infancia. Uno de ellos, con el que siempre hablo de libros y películas, —de hecho fue por él que leí a Annie Ernaux mucho antes de que ganara el Nobel y cuando eso sucedió lo sentimos como una traición, nuestro secreto desvelado al mundo entero—, me dijo: “He estado leyendo L’année de la pensée magique y no lo voy a dejar, pero la verdad es que no me está llegando tan hondo como pensaba. No sé si es porque me lo estoy leyendo en francés o qué…” Dos cosas diré sobre este hermano mío.