Aprendí rápido y mal lo que implica traicionar un secreto. Tenía doce años y A me había invitado a merendar a su casa. “Mira, le he hecho un maleficio a R”, me dijo, mientras me enseñaba un frasco de cristal con agua verde oscura, ramas, piedras y otros objetos que no supe identificar. R, la niña a la que A le había hecho el maleficio, era la más guapa de la clase, todo el mundo estaba enamorado de ella. Aquel secreto era demasiado grande para mí; no pude, no quise sostenerlo sola. Al cabo de unos días, se lo conté a una persona. Esta se lo dijo a otra, y en cuestión de horas, todo el curso lo sabía. Empezaron a meterse con A. Ella negó en todo momento haber hecho un maleficio, y me tachó a mí de mentirosa. Me sentí fatal por A.
Desde entonces me considero una guardadora de secretos bastante decente. Pero también he aprendido a protegerme de los mismos. Hoy comparto mis doce impresiones al respecto:
Piensa en aquel secreto tuyo tan hondo, tan íntimo, tan doloroso, que has contado a muy poca gente. Multiplica el número de personas con quien lo has compartido por tres para obtener un estimado real de cuántas lo saben. Yo sé secretos de gente que jamás en la vida, jamás, pensarían que puedo llegar a conocer. Por simple deducción, los míos no deben de ser ninguna excepción.
Le estás guardando un secreto a alguien. ¿Qué haces con él? Yo me haría esta pregunta: