Me vino la regla el mismo día que publiqué mi primer libro. Los dos sucedieron un diez de abril de años distintos. En ambos se quedó algo atrás para siempre: dejar de ser una niña de forma forzosa en el primero, dejar de ser una persona privada de forma voluntaria en el segundo.
Tengo once años y vengo de tirar bombas fétidas en los pasillos de La illa. Las Marteen’s lilas me están haciendo heridas en los pies. Voy a hacer pipí en el lavabo que comparto con los otros cinco que vivimos en casa. Hay una mancha marrón en mi ropa interior. Es muy parecida a la misma mancha marrón que me encontraré al romper el tapón mucoso que dará inicio a las siguientes veinticuatro horas de parto, donde otra cosa estaré dejando atrás para siempre.
Me incorporo, simplemente sorprendida, ni asustada ni asombrada. Son mis últimos segundos de inocencia ignorancia. Sin pensármelo dos veces me dirijo directamente a mamá a explicarle lo que he visto. La sangre de hoy indica que hace dos semanas, mientras yo vivía en mi mundo de niña, un óvulo ya presente en el cuerpo de mi madre desde que ella estuvo en la barriga de la suya se prestó voluntario a ser fecundado. Tengo once años. Hoy me conmueve la brutalidad con la que los tiempos de mi cuerpo me expulsan de la niñez. Mamá está doblando ropa en la cocina convertida en planchador. En casa no tenemos cocina, toda la comida viene del restaurante de abajo que mis padres regentan. Me responde sin mostrar sorpresa, sin expresar felicidad ni tristeza, que a partir de ahora hay una serie de cosas que voy a tener que hacer cada mes.