La mujer mira a la madre

No debía de tener más de cuatro meses cuando su padre estaba intentando dormirla y ella no paraba de llorar. Era la franja de noche donde me tocaba a mí estar dormida pero con ese nivel de grito y llanto dormir era un sueño imposible. Debían de ser las cinco de la madrugada. «No sé qué le pasa», me dijo, desesperado. La acostó al borde de la cama, su llanto taladraba el cerebro.

La cogí en brazos, la puse contra mi pecho, sin idea alguna de lo que estaba haciendo. Cuando la apreté contra mí, se durmió al instante. Ya no volvió a despertarse más. Él y yo nos buscamos con los ojos en la penumbra del cuarto. Estábamos demasiado cansados y demasiado asombrados como para comentar lo sucedido.

Aquella noche mi hija me enseñó un superpoder que tendría sobre ella, el de calmar su sistema nervioso con tan solo un abrazo. Ahora cuando la siento alterada la agarro exactamente igual que lo hice aquella noche, pero con mucha más seguridad. Le pido que respiremos juntas, que seamos dos olas en el mar. Y en cuestión de segundos se rinde a mi calma y ella vuelve a la suya.

Cuando decidí ser madre invalidé para siempre la posibilidad de no serlo. Jamás sabré cómo habría sido el camino que no tomé. Pero hay algo que sí sé. En muchos momentos del día, con ella, accedo a la magia. El primer amor no es el adolescente con bigote sin afeitar que nos dejó para irse a Ibiza soltero. El primer amor es nuestra madre. Si desgrano esta verdad hacia arriba, como hija, me enmaraño en mi propio ego. Pero si la desgrano hacia abajo, como madre, conecto con algo mucho más urgente: yo estoy siendo el primer amor de una persona.

¿Qué se hace con esto?