Hacía cuatro meses que no nos veíamos y llevábamos media hora hablando sobre el botox. Nada de contarnos el verano, ni nuestros últimos monstruos, ni mucho menos hablar sobre nuestros hijos: botox. Que si una ya se había puesto, que si otra lo había dejado y ahora estaba peor que nunca… Yo le hablé del láser activador de colágeno, ella de las agujas de acupuntura coreanas. Y así seguíamos, al ritmo de los platos aterrizando en la mesa.
Nuestra amistad cumple pronto veinte años. Es incluso previa a que nuestras caras terminaran de hacerse del todo. Tenemos claro quiénes somos, con dos o tres secretos incómodos sobre la otra y un par de momentos miserables que hemos compartido. Nos reímos mucho juntas, menos que de adolescentes, pero el nivel de humor se mantiene. P me dice que cambio de forma de hablar cuando estoy con ella. Normal, me voy a esos tiempos.
“¿Te has dado cuenta de que no hemos hablado de nada más desde que nos hemos sentado?”—le pregunté. Y nos empezamos a reír. Confrontar quién eres con quien te crees ser, es tan bochornoso, que solo queda reírse. Al cabo de unos segundos su risa se diluyó. Mi amiga cambió el tono de voz a uno más común en nosotras y me soltó algo que no me esperaba: