Nada más llegar a México, hace justo cuatro años, me topé en letras gigantes con uno de los poemas más bellos que he leído jamás. Estaba grabado en la fachada del Museo de Antropología:
Yo ya conocía aquel poema por uno de mis libros favoritos del mundo entero, uno de Lucia Berlin. Quizá fue también ahí donde lo descubrió ella. Estaba embarazada de casi ocho meses. Lo primero que hizo mi suegra, que había vivido más de veinte años en México, fue ponerme en la muñeca una pulsera contra el mal de ojo. ¿Fue en ese mismo gesto que se convirtió en abuela?
Esos días probé el Pulparindo y todas las chuches favoritas de la infancia de P. También me compré una camiseta de Scent, verde transparente con rayos; la misma que Rihanna convirtió en objeto de deseo en todo el mundo.
En ese viaje organicé unas firmas de mi segundo libro y Sofía vino a verme. Nos habíamos conocido virtualmente años atrás, cuando compró mi primer fanzine, y desde entonces compartíamos trozos de vida. Nos vimos por primera vez en persona, durante aquella firma. Si tuviera que reconstruir una imagen nítida de ese rato que pasé con ella, diría que Sofía llegó de la mano de su novio Vincenzo, saltando como un duende.
El libro que estaba promocionando era una colección de poemas sobre conocer al amor de tu vida en Internet, así que me contó lo enamorada que estaba, cuánto su historia le recordaba a la del libro. Me envolvió en su energía vital y generosa. Yo, que sólo muevo los brazos cuando hablo, me fijé en que ella movía todo su cuerpo, bailaba sin darse cuenta. Era como tocar electricidad. Puso su mano sobre mi vientre, le emocionaba mi embarazo. Hay mujeres que conectan con lo maternal de un modo asombroso. Nada les es ajeno, aunque no lo hayan vivido.
Hay un sentimiento que sólo se me ha repetido dos veces en la vida: cuando murió Joan Didion y cuando murió Sofía. Con ambas muertes me sentí una impostora por estar triste, como si el dolor no me correspondiera. Pertenecía a otros, a Vincenzo, a su madre, a sus amigos, a su hermano. Pero si no asumía esa tristeza mía, estaba aceptando algo todavía más absurdo: que el dolor puede tener dueño.
El de Joan Didion fue el duelo de millones de lectores. El de Sofía era igual de lejano en lo físico. Cruzamos muchos mensajes durante siete años, pero sólo nos vimos en persona una vez, en la ciudad de México, durante aquel viaje. Sin embargo, cada 23 de diciembre me acuerdo de Joan Didion. Y ayer se cumplió un año de la muerte de Sofía.
Cuando su enfermedad le arrebató la matriz, Sofía compartió un texto breve en su Instagram en el que contaba un sueño reciente que había tenido en Acapulco. Estaba con su madre y un grupo de mujeres en un mar capaz de fecundar solo por nadar en él. Terminaba con una frase que no puedo reescribir sin que me duela el corazón: «Tanto yo como mi madre cuidamos de los nietos que no le di, reparando de algún modo la herida que dejó la sentida pérdida de mi matriz, interrumpiendo por cuerpo propio el legado de nuestra sangre.»
Los nietos que no le di. ¿Hasta dónde puede llegar la hijedad, que incluso a las puertas de la muerte, seguimos pensando en nuestras madres, buscamos complacerlas, saldar nuestra deuda?