La noche previa a un viaje de trabajo siempre duermo mal. El motivo no cambia: separarme de mi hija. Como cualquier músculo, cuanto menos se ejercita la separación, más cuesta. Hacía cuatro meses que había conseguido no moverme de su lado, así que aquella mañana se sintió como si fuera la primera vez: el mismo dolor de estómago, el mismo nervio raro.
Salí ajetreada con mi Rimowa y su rueda rota. Le avisé de algo al portero, mientras él aguantaba la puerta del ascensor a una de las señoras más imponentes del edificio. Esta señora siempre me ha fascinado. Incluso escribí sobre ella una vez, describiendo cómo cada solsticio de verano, decía adiós al portero con dos maletas Rimowa de aluminio y no se la volvía a ver hasta que los días se hacían más cortos. Justo de vuelta para el equinoccio de otoño, pensé.
En el aeropuerto ya nos hemos ido. Seguimos al lado del lugar que estamos dejando, pero ya es demasiado lejos. Esperando a embarcar, me descubrí sonriendo a niñas que se parecen a la mía. Al instante me dije: Tiempo de Disociarse. Me convertí en la persona que soy cuando no estoy con ella. Se trata de una tercera versión, distinta a la de antes de su nacimiento, distinta a la que soy ahora.
Dos noches en París, con Chanel. El martes fue el desfile de su colección primavera-verano 2025, y el miércoles acudí a su rendez-vous littéraire alrededor de la figura de Colette. Escuchar la conversación entre Charlotte Casiraghi, Emanuelle Lambert y Clémence Poésy fue un regalo para cualquier persona que le guste escribir.