A veces pienso que solo cumplo con mis obligaciones para tacharlas en mi agenda. «Yoga», check. «Llamada de tal proyecto», check. Si no lo escribo, no existe. ¿Para qué hacer algo si no puedo marcarlo como hecho? ¿Alguien con niveles normales de serotonina escribiría esta última pregunta? Mejor dejo ir la respuesta.
El caso es que, en línea con esta forma mía tan funcionarial de operar, esta semana he escrito «dolor» en cada día de mi agenda. Así no olvidaré hacer los ejercicios que me ha mandado la fisioterapeuta con la esperanza de que deje de sentirlo. Si no lo escribo, no existe. Pero cuando los hago, no marco un check. El dolor sigue ahí; no se trata de mentirse a una misma. En cambio, tacho la palabra hasta borrarla por completo.
Para alguien que se pasa los días explorando terapias alternativas y persiguiendo grandes hazañas —estoy navegando una fase de ambición desmedida por estar bien; sé que tarde o temprano llegará otra—, no tengo una respuesta válida de por qué llevo siete años asumiendo vivir con un cierto dolor.
Pero el otro día, la fisioterapeuta, después de reprocharme este hábito de haberme hecho amiga de mis dolencias, me dijo algo sobre el propósito del dolor que me dejó pensando: