«Tanto esfuerzo para esto…», susurra el padre, justo antes de salir de casa. Es la mañana de Navidad y en el parquet hay migas de las galletas que los renos han dejado a su paso mientras la familia dormía. La frase que ha susurrado el padre surge justo después de que la niña, quien acaba de abrir un circuito de Monster Trucks, un cohete de Duplo para ir a la Luna y algunos juguetes más, está de un humor insufrible y ni responde a lo que sus padres le dicen. La madre, que se encuentra recogiendo todos los envoltorios y lazos desperdigados por el suelo de la casa, responde sin pensarlo: «No va de esto.» Con esto se refiere a que en el oficio de ser padres no existe recompensa. El padre no ha oído lo que su mujer ha respondido, o quizá sí. No retomarán el tema.
Quizá el secreto mejor guardado de la humanidad sea este, a fin de cuentas. Me refiero, no nos ponemos de acuerdo ni en la forma que tiene la Tierra, pero sí en seguir con la misma narrativa mágica, siglo tras siglo.
Mientras que esa madre recoge el plato con cáscaras de mandarina debajo del árbol, dos cosas le vienen a la cabeza. Nos apena cuando los niños se enteran de quién está detrás de todos esos regalos, pero ¿no es mucho más mágico saber que los artífices de toda esa magia son los dos seres que más ama y necesita en el mundo por ahora, en vez de un señor desconocido con hábitos cuestionables?
Esa mujer que ahora es madre recuerda cómo de niña se entregaba a la noche ansiando dormirse para acortar el tiempo entre ella y los regalos. Cae en que entonces era su madre quien empezaba a prepararlo todo, vaciaba el vaso de leche, pelaba las mandarinas y dejaba la piel en los platos. Era su primer amor el que creaba esa magia, no un hombre que nunca se dejaría ver.
También se ha dado cuenta de algo más: