¿Cuántas otras habrá en este vagón, el número siete del último tren a su ciudad, después de un día infinito de trabajo para poder dormir en la misma casa que sus hijos? Llegarán a medianoche, la casa ya en penumbra. Les darán un beso, ya estarán dormidos. ¿Cuántas otras habrá en este vagón que hayan tomado el primer AVE de la mañana (en realidad es un Iryo) y estarán volviendo ahora? Mejor dormir en casa. Un hotel en una ciudad donde no se quiere estar es una mano fría en la espalda. Como la placa helada de Indiba sólo que esta no se calienta nunca, ni con el mejor minibar ni con sábanas de seda, nada. Los niños solo existen en el presente, con la presencia, este es su regalo. ¿Cuántas otras habrá en este vagón contando los minutos para abrir esa puerta? Y si el beso les despierta, escucharles decir: ¿ya has volvido? He volvido, mi amor, ya estamos juntas. Y sólo entonces habrá terminado el día.
¿Ves? Ni modo. Los poemas solo me salen en movimiento.
El infierno es una tienda de chuches para mí. Y no una cualquiera, sino la que se llama Dolcemania y está ubicada en la planta uno de la estación Puerta de Atocha Almudena Grandes, donde salen la mayoría de trenes rumbo a Barcelona.
A simple vista, jamás podrías pensar que esa tienda indolente podría hacer daño a ningún pasajero. Venden chuches, todos los productos industriales procesados que puedas imaginar, bebidas azucaradas, etc. Es imposible no verla: está situada en una esquina inevitable, iluminada como un neón de Las Vegas. No tiene puertas, entre mi cuerpo y ella no hay nada que impida el acceso inmediato al despliegue de colores y luces que gritan ¡azúcar! ¡felicidad! ¡buenos tiempos!
Digo que es el infierno para mí porque en mi último viaje a Madrid terminé por admitir lo que hago: