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Mientras operaban a mi hija en sus primeras horas de vida, dos plantas más arriba, una enfermera en prácticas me ofrecía hacerme un "completo de luxe". Me levantó con sus manos —el primer día después de una cesárea no puedes caminar sin ayuda, ni mucho menos incorporarte por ti misma— y me llevó al cuarto de baño, donde me sentó en la taza del WC. Mientras me limpiaba con gasas las ingles y las piernas manchadas de sangre, me preguntó: "¿Sabías que las partes de la mujer se lavan de delante hacia atrás? Me lo contaron el otro día en el curso. Llevo toda la vida haciéndolo de atrás hacia adelante." Mientras intentaba procesar lo que me acababa de preguntar, sonó el teléfono de la habitación. Un suspiro liberador del hombre que acababa de convertir en padre me confirmó que la operación había ido bien. Horas después, conseguí dormirme en aquella cama de hospital, dándole la mano a mi madre. Fue el cirujano que la operó quien me sacó del sueño cuando llamó a la puerta.
Estábamos solas, mi madre y yo.