Es fácil saber por qué llegamos a un hogar pero no tanto por qué deseamos dejarlo. Los motivos formales siempre estarán ahí, al alcance del diálogo: vivir más cerca del trabajo, del colegio de los hijos, pagar menos alquiler... Pero las razones de verdad, la fuerza que impulsó una decisión así, suele mantenerse oculta.
La relación con nuestro hogar es carnal, espiritual, afectiva, práctica, co-dependiente. La casa le dice a quien la habita: “Te escojo a ti entre los 8 billones de personas que hay en este mundo.” La persona le responde: “Te escojo a ti entre los 510.101.000 Km2 de superficie de la Tierra.” Y así es como empiezan una nueva vida juntas, ajenas al tiempo y conflictos que les quedan por vivir en esta piedra flotante.
Dejar una casa es lo más parecido a dejar a alguien. Hacerlo implica sacrificios. Si no hay sacrificios, aquello ya estaba muerto. En otras palabras, quien deja un hogar se convierte en divorciada, no en viuda.
En mi caso, el enorme sacrificio ha sido dejar un jardín. Con él he sido igual de cruel que mi primer amor lo fue conmigo: le he dejado en pleno verano, justo cuando más agua necesita. Me consta que está seco, la lavanda es sobre todo la que más está sufriendo. Una gallina se ha puesto clueca y no se mueve del nido desde que nos fuimos. Me pregunto cuántos gatos se estarán colando ahora que Greta no está para ahuyentarles. Aún y con todo, aún no sabiendo el motivo de fondo, sé que he tomado la mejor decisión.
Un hogar se deja pasando una entrevista brevísima con cada uno de los objetos que aguarda. Millones de conexiones neuronales deciden la vida de esa cosa en cuestión de segundos: muere=basura o regalar / sobrevive=caja. Entonces se paga una mudanza, y alea jacta est.
Igual que con las parejas, el momento en el que se decide dejar la casa y el día en el que eso ocurre no suelen coincidir. En ese lapso de tiempo, que puede ir desde días hasta años, se produce un cambio que arrasa con todo lo construido: