Siempre que ocurre algo catastrófico, lo último que me apetece es escribir sobre ello. Por eso creo que nunca podría ser periodista. (Lo intenté, cursé un máster de periodismo cultural, y ni así.) Se necesita un tipo de sangre fría ante la inmediatez de un suceso reciente, de la que yo carezco.
Para aquellos que me leen desde otros países, el pasado lunes hubo un apagón masivo en España y Portugal. Nada relevante que contar sobre cómo lo viví yo, comparado con cómo tuvieron que pasarlo aquellos que quedaron encerrados en trenes, ascensores, los que viven solos, o los que conviven con alguna enfermedad mental que hace que las alteraciones en la realidad les cuesten más que al resto. Aunque también hubo gente que lo vivió como una aventura, un experimento express para recordar cómo era todo antes de ahora. Más allá de recomendar tener una radio en casa, y más allá de recordarme a mí misma que dentro de mí vive una leona herida que cuando percibe peligro es capaz de hacer cualquier cosa para proteger a su familia, escribiré sobre los cisnes negros.
Nunca antes había escuchado esta expresión. Prueba pequeña pero importante de que no soy la misma persona que cuando sucedió la pandemia, época en la que al parecer se usaba a menudo. Un cisne negro es un suceso altamente improbable, de gran impacto, que es racionalizado de forma predecible solo después de haber ocurrido. Dicho de otro modo: el infierno para una cabeza neurótica.
Estábamos acostados en la cama. P tenía la radio en el pecho, mi cabeza en su hombro, la habitación sumida en un negro nuevo, cuando sonó la expresión. «¿Qué es un cisne negro?», le pregunté. Estaba a punto de vencerme al sueño, y ni la luz ni el agua habían llegado a casa todavía. Mientras él me lo explicaba, yo empecé a repasar los míos: