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“¿Cuánto estarías dispuesta a poner para comprar una cafetera nueva?”
No sé lo que es el matrimonio. Pero sí sé que en el mío conviene parar cualquier cosa que esté haciendo ante esta pregunta. Solo hace falta ir a la planta seis de El Corte Inglés para hacerse una idea de que, en lo que se refiere a invertir en una cafetera nueva, el cielo es el límite.
P y yo hemos pasado por muchas cafeteras a lo largo de nuestra relación, y muchas no nos han dado buen resultado. Empezamos con una Ufesa, no sobrevivió a la primera mudanza. No guardo ningún recuerdo de nuestra primera Nespresso. La penúltima, una Delongui Magnifica S, solo nos dio problemas desde que llegó a casa. Ahora se encuentra en un almacén en Sabadell en el que nos piden por arreglarla casi lo mismo que pagamos por ella.
Yo creo que ya habíamos dado con nuestra cafetera, una Krups de color blanco. Es la que ahora tenemos en la casa de la isla. Es eficiente, no es de alto mantenimiento, los pasos para su ejecución son simples, se limpia fácilmente, y lo más importante: ofrece un café delicioso.
La echo terriblemente de menos. Pienso en ella cada mañana cuando me enfrento a la nueva y a veces me la imagino pasando por todos los estados de luz de una casa inhabitada. Siento que tengo que rescatarla de algo.
Pero la realidad es que la casa donde vivimos estaba huérfana en cafetera, así que finalmente compramos una nueva, una Sage que estaba de oferta. No exagero cuando digo que requiere de trece pasos desde que te dispones a prepararlo hasta que el café está en tus labios. Y no estoy sumando los que harían falta si hablamos de añadir leche. Para que el café esté en su punto óptimo, la cafetera debe pararse manualmente cuando la extracción pesa el doble que los gramos de café. (Sí, implica el uso de una báscula). Eso requiere de una atención exclusiva difícil de conseguir cuando tienes una hija que exige la misma, al mismo tiempo.
Ya he compartido mi descontento hacia la nueva cafetera, pero P me devuelve argumentos como: “No hay que ser vago si quieres obtener el mejor café”, “Todo lo bueno implica esfuerzo”. Mensajes de sueño americano que permean en mí, pero que no terminan de diluir mi inquietud.
Pienso inexplicablemente a menudo en mi profesor de literatura del colegio. Él fue quien nos dijo que los prólogos solo se leen si el libro te ha gustado y por él conozco a Antonin Artaud. Pero mi recuerdo dominante es su aliento a café. Pido perdón por haberlo criticado, comprendiendo ahora que tenía que aguantar a treinta adolescentes, a sus propios hijos al llegar a casa, que debía de experimentar le mal du pays al ser francés expatriado, y lidiar con toda la carga que implica ser adulto. Su aliento a café era probablemente la punta del iceberg.
Ahora me pregunto si alguna vez me ha olido o me olerá de este modo, y la respuesta más realista es lamentablemente la más difícil de aceptar.
El café solo es sexy para quien lo bebe. Pero hacerlo me convierte en mejor madre. Me da una energía feroz que le transmito a mi hija, me concentro mejor en los juegos, se evapora el enfado pasivo que siento por haberme despertado antes de lo que a mí me habría gustado.
Beber café me hace más feliz. Llegar al límite diario es desolador. Pero si me paso de la cantidad prudencial, entonces me convierto en alguien errático cuya principal víctima es la persona con la que comparto la propiedad de dicha cafetera: mi marido.
El otro día estábamos en la carretera de camino al pueblo de su abuela, hablando sobre una decisión futura con respecto a nuestra hija. El cielo se había puesto de mil tonos rojos y me acordé de los de Miami. Sobre esa decisión importante, le dije algo así como: “No me gustaría que tuviera una infancia infeliz como la mía”. P, que andaba buscando argumentos contrarios a los que yo le exponía, me contestó: “Tú no tuviste una infancia infeliz”. Mi defensiva respuesta fue recomendarle que no hablara de lo que no sabe (lo que me enfadó de esa asunción es que de hecho sí sabe), y que yo viví carencias diferentes a las suyas. Y, bueno, ahí comenzó una de nuestras peleas de gallo sin público.