Con la felicidad, me pasa una cosa. A menudo no me doy cuenta de que la había dejado de sentir hasta que vuelve a aparecer. Solo entonces me entero de que durante todo ese tiempo no era feliz. Yo, que me creo tan consciente, tan alerta, soy incapaz de distinguir cuándo estoy siendo feliz y cuándo no. Supongo que no saberlo es un mecanismo útil para sobrevivir a las épocas malas, pero nada me quita la cara de tonta que se me pone cuando descubro, de forma retroactiva, la verdad. Eso no era la vida, eso era una depresión.
Aunque, pensándolo bien, mi cara de tonta también significa que he tenido la dicha de volver a encontrarla, la felicidad. Entonces me digo: “¡Era aquí! ¡Era aquí donde soy feliz!” ¿Por qué me alejé entonces?
Hace seis años, me tomaron unas fotos de promoción en casa. Mi antigua agente, una mujer que supo leer algo en mí muy pronto y muy rápido, llegó para la sesión. Era la primera vez que estaba en ese piso. Después de recorrer todas las habitaciones y maravillarse por el derroche de luz que inundaba cada rincón, me miró fijamente con sus ojos azules y felinos y sentenció: “Tú nunca vas a querer irte de aquí.”
Eso fue en invierno. El último día de abril de la primavera que le sucedió estaba subida a un camión de mudanza, con mi perra Greta en el regazo, seseando las curvas de la montaña que abraza Barcelona, rumbo a la casa donde viviríamos los siguientes cinco años. Dejamos el piso donde fuimos muy, muy felices. Con esa despedida abandonamos también Barcelona, cualquier idea de metrópoli, y nos entregamos a la promesa de una vida en una zona residencial.
El uno de mayo amanecí en esa casa por primera vez. Las cajas llegaban hasta el techo. Escuché a los pájaros cantar y vi el sol asomarse detrás de los árboles al final del jardín. Los nenúfares se habían abierto durante la noche. Nos mojamos los pies en el estanque. Con el tiempo, aprendería a observar cómo las rosas despertaban cubiertas de rocío o escarcha, según la estación. En aquella época teníamos tres perros que se pasaban el día olfateando, persiguiendo pájaros y molestando a las gallinas. Solo entraban en casa cuando caía la noche para dormir en nuestra cama. Aún no sabía lo que el jardín terminaría por enseñarme. Quizá estar rodeada de tanta vida me hacía pasar por alto que la única que no florecía en aquel lugar era yo.
Cuando hace cosa de un año empecé a contar que nos mudábamos de vuelta a Barcelona, veía en casi todos una expresión contenida, una duda que les ardía por dentro: ¡¿Pero por qué?! Yo me adelantaba a la pregunta y respondía siempre lo mismo: