Me vino así. De golpe y sin aviso, como un disparo al corazón. Estaba cenando en Early June en París, con la pequeña familia que he creado. Le contaba a P algo que ni recuerdo y me callé de golpe. “¿Y entonces…?”, me decía él, esperando a que terminara la frase. Pero una aprensión súbita había invadido mi espíritu y yo no podía ni hablar.
El detonante de aquello había sido la camarera que, con sus curvas venusinas, su cuerpo de cisne y su cercanía física —había acariciado mi espalda sin conocerme de nada y sus ojos se iluminaron tímidamente cuando supo que éramos de Barcelona—, me recordó al calor de mis amigas cuando eran más jóvenes. Fue entonces cuando me vino, como una certeza incuestionable: me arrepentía de no haber pasado más tiempo con mis amigas, en las épocas en las que podría haberlo hecho.
A lo largo de mi vida me he juntado con todo tipo de mujeres. De todas ellas he sacado revelaciones y he accedido a universos enteros gracias simplemente a que me permitieron observarlas. En muchas buscaba a mi madre. En otras, quizá, exploraba la fantasía de cómo habría sido la hermana que no tengo, cómo habría sido yo como hermana de una mujer. Algunas veces buscaba a otras amigas, y así me he pasado la vida, solapando amores encima de otros amores, existentes o inventados.
Crecí con tres hermanos varones y un sistema patriarcal fulminante. Todo lo relacionado con la mujer y su poder era algo a mantener de forma discreta, tapada, secreta. Ahora, en la familia que he creado, revierto aquello bailando y hablando con expansión sobre lo que en mi familia de origen fue tabú.
La mujer, incluso siendo yo una, siempre será un misterio. Quizá, junto con la muerte, sea el que más me interesa de todos. Normal que tantas religiones y culturas hayan querido encorsetarla: nada da más rabia al humano que no poder categorizar, predecir, controlar, dominar. Y la mujer alumbra los grises, este es su legado.
Ahora que tengo menos tiempo y que aunque lo quisiera tampoco podría —porque la mujer que ha salido de mí es más importante que mis remordimientos—, pienso en que podría haber derrochado más tiempo con mis amigas, entregado mi atención y mi entera escucha. Todo aquello serían mis recuerdos de hoy.
Siempre quise la vida que tengo ahora: una familiar y predecible, con un hombre con el que hablo en primera persona del plural la mayoría del tiempo y ni a él ni a mí nos asusta esa fusión. Amo la vida en familia, rutinaria y cotidiana, y no la cambiaría por nada del mundo. De eso no me arrepiento. Pero vino en detrimento de pasar tiempo con amigas, apuntarme a sus viajes, o simplemente matar el tiempo de la tarde hablando de cualquier cosa con ellas. Porque en ese cualquier cosa estaría la llave de casi todas mis preguntas.
Me arrepiento de no haber pasado más tiempo con amigas, sí. Pero cuando tenía ese tiempo no sabía lo que era una amiga, estaba tanteando una habitación a oscuras. Ahora que lo que me falta es tiempo, creo saber bastante bien lo que es para mí una amiga. Lo he sabido a base de prueba y error, por descarte y observación. Pero los tiempos todavía no cuadran. Quizá sea en la jubilación cuando la amistad tenga su momento dorado, no lo sé.
El arrepentimiento está muy bien: como las malas hierbas, busca su lugar en el mundo. Lo único que hay que hacer es tomar acción después de sentirlo. Y mi acción particular de la aprensión que me vino en París es esta lista, una en la que defino con qué amigas derrocharía mi tiempo y escucha completa, compartiría mis mejores consejos, buscaría elevar su luz cuando ella no la ve:
Que el tiempo que pase con esta persona, que lo que me diga, que el combustible con el que me llene, no me haga repasar ni una mísera frase de lo que yo le haya dicho, de lo que ella me haya dicho. Que no haya lugar a repensar las cosas, a ponerse en cuestión, al sobreanálisis crítico. Y si me descubro haciéndolo, que solo sea para regodearme en una conversación que ha alterado mi forma de ver o sentir algo importante, no desde la crítica ni mucho menos la autocrítica.