Recordarán cosas rarísimas sobre ti. Algunas que tú nunca habrías escogido como las supervivientes dentro de millones de opciones posibles que podrían haber recordado.
Durante un tiempo, compartí piso en Barcelona con una chica cuya relación se transformó en una amistad hasta día de hoy: ambas cruzamos continentes para asistir a nuestras respectivas bodas, contestamos la verdad cuando nos preguntamos cómo estamos, y de vez en cuando compartimos lo que recordamos de la otra cuando Casa tenía la misma dirección para ambas.
De ella, podría haber recordado confesiones, manías y expresiones únicas. Pero resulta que el recuerdo más frecuente que me viene de esos tiempos es este: una mañana de sábado, ambas de pie en la cocina. Yo me estaba preparando mi agua con limón y hablamos de ese hábito mío. Le conté que estuve bebiendo agua con limón lo primero del día durante muchos años hasta que lo dejé, y que ahora quería intentar volver a hacerlo. De pronto mi amiga cambió su expresión a una de pena y me preguntó, en un tono que llevaba implícito la ausencia de respuesta: ¿Por qué abandonamos los hábitos que nos hacen bien?
A mi amiga le ha cambiado mucho la vida desde entonces, a mí también. Aún así, esta simple pregunta me sigue rondando por la cabeza.
Estos días me estoy reencontrando con amigos después del verano, y eso aviva en mí la pregunta de mi amiga. Todos emanan buenas intenciones, septiembre y sus promesas. Unos se han ido a la India a un retiro de yoga durante el verano y han llorado inexplicablemente durante días enteros, ahora siguen la dieta ayuvérdica y practican cada mañana. Algunos escuchan podcasts de meditaciones estoicas. Otros han dejado la noche y han empezado a pensar en el día.
Yo les escucho a todos, y sin ningún tipo de pena ni juicio tengo la certeza de que esos hábitos tan saludables irán cambiando de forma invisible en cada uno de ellos, hasta que el invierno se los haya comido por completo para quedarse con su calor.
Despertarse pronto, no mirar los likes de tu ex en Twitter, hacer deporte, andar más de diez kilómetros diarios, no fumar, no beber, alejarse del gluten, no juzgar, no pasarse con el café, meditar, limitar el consumo de carne, de lácteos, de azúcar, de pantallas. Mantener a raya los pensamientos intrusivos, mantener las amistades vivas, no guardar rencor. Trabajar más, trabajar menos. Todos estamos librando algunas de estas tediosas batallas en silencio.
No soy ninguna excepción. La única diferencia es que ya no espero que se queden para siempre. El otro día, cuando me reincorporé de Shavasana y coloqué mis piernas en cruz y mis manos en las rodillas respiré hondo, y durante unos segundos sentí satisfacción al caer en la cuenta de que ya llevaba varios días seguidos practicando. Acto seguido, me vino la pregunta: ¿Qué va a pasar para que lo deje? ¿Qué me va a sacar de aquí? No había dolor en mi pregunta, solo curiosidad.
Qué hecho inesperado pasará en mi vida que consiga apartarme del camino de la virtud se ha convertido simplemente en un misterio para mí. Como cuando en un thriller adelantan que un personaje ha sido asesinado y tienes que seguir con la lectura para saber quién, cómo y por qué. Y hoy vengo a contarte que creo que he desvelado al asesino de los buenos hábitos, cuyo móvil podría tener, contra todo pronóstico, todo el sentido del mundo. Y como en cualquier thriller, no es el que nos hicieron creer.