Estaba cenando con una amiga en un restaurante que ya no existe por Sant Antoni cuando le conté que el chico con el que empezaba a hablar se había puesto una foto de perfil en whatsapp igual que la mía. Mi amiga, que era y sigue siendo más lista que un lince, opinó que le parecía raro haber hecho eso si tan sólo estábamos empezando a conocernos. Yo me puse a la defensiva: estaba ilusionada con aquel inicio, ¡quería que me dejara en paz con mis delirios! Le contesté con desdén algo así como: “Es un acto tonto de amor, sin más.”
Justo en ese momento el camarero estaba terminando de servir los segundos. Entonces, sin apartar los ojos de los platos y con una rapidez tal que parecía imposible que lo hubiera improvisado, dijo: “No existen los actos tontos de amor.” Y siguió con lo suyo, sin buscar complicidad ni respuesta.
Resultó que mi amiga tenía razón. Aquel no era en absoluto un acto tonto de amor. Ese hombre, además de pertenecer a una secta religiosa, resultó ser lo más parecido que me he cruzado en mi vida al protagonista de la serie You. Una interpretación benevolente de la frase del camarero sería que un acto de amor, por definición, nunca puede ser tonto. Claro que también podría estar queriendo decir que los actos de amor, ya sean tontos o no, no existen. Pero a juzgar por el tono y la velocidad con la que llegó a esa revelación estoy convencida de que era un connaisseur de esos actos, y no un descreído.
No sé por qué me he acordado de esta escena, la memoria es una cosa rarísima. Me ha dado ganas de escribir sobre los actos (tontos) de amor que yo he conocido durante mi vida, los de verdad, no los del psicópata ese:
Un día en nuestro primer viaje a París siendo una familia de tres, nos hospedamos en el Hotel Grand Amour. P salió a pasearla en el carrito porque todavía dormía por la mañana. Llegó el desayuno, un latte y un croissant delicioso, y escribí esto en una storie que se borró a las 24 horas: