A Downward Dog Newsletter [ESP-ENG]
7 revelaciones que tuve en yoga y que ahora son tuyas
(Slowly but surely, you’ll find this newletter in English at the bottom)
Te estoy imaginando abriendo esta newsletter y asumiendo con recelo que hoy toca leer sobre yoga. No quiero ser una impostora. Por eso tengo que decirte desde ya algo muy importante para mí. Escribo sobre lo que se me da mal: la amistad, el carnet de conducir, ser una madre que fluye sin culpa, y en este caso, el yoga.
Sobre las cosas que se me dan bien no escribo, porque la escritura funciona igual que cuando entras a una habitación que huele de una forma muy particular y al cabo de unos minutos ya no eres capaz de seguir notando ese olor. Si no lo huelo, no me perturba. Si no me perturba, no puedo escribir sobre ello.
Por ejemplo, últimamente no escribo sobre el amor sano. Lo hice sin cesar durante todos los años en los que esta cuestión se apoderaba de mí, hasta le dediqué mis dos primeros libros. Pero, como diría Lucía Berlin, el amor ya no es misterio para mí.
A mis 27 años, Luis Cerveró me propuso publicar un libro que se convertiría en Scrolling after Sex. Al acto, mi cuerpo respondió a ese encargo de dos maneras: con unas migrañas imposibles que me encontraban en la cola de Correos mientras enviaba el primer fanzine auto-publicado con mi amiga Camila, y con dolores crónicos en la cadera izquierda. Tras innumerables pruebas, el doctor me diagnosticó una discopatía degenerativa en los discos 4 y 5. Se limitó a decirme que no conocía su origen y que no existía cura.
En ese momento, se produjo un cambio importante que no volvería a revertirse: mi espalda dejó de estar a mi servicio para empezar a servirle yo a ella.
Cuando empecé a escribir en serio —a.k.a alguien esperaba algo de mí—, la vida empezó a volverse físicamente dolorosa. La única explicación que le encuentro a esta coincidencia es que hasta ese momento, yo nunca había puesto emoción en mi trabajo. Era abogada, no me gustaba mi profesión, la vida estaba en otra parte.
Cuando decidí (¿Lo decidí? No tengo ninguna imagen precisa de haber decidido nada) dedicarme a escribir, coloqué mi emoción en el mismo lugar que mi trabajo, y eso le hizo daño a mi cuerpo.
Otra explicación más simple es que empecé a envejecer. O que he heredado una espalda débil. Pero me resisto a resignarme a asumir esto último, ya que una vez leí que somos tan viejos como el estado de nuestra espalda. Con 28 años un doctor me dijo que mi columna vertebral era igual que la de alguien de 50. Seguidamente me vendió unas pastillas de colágeno que compré sin oponer resistencia.
Las cosas que habré hecho por mi espalda solo las sabemos nosotras dos: dejar de correr (me encantaba correr), dejar de dormir boca abajo, y por tanto prescindir del calor de la pierna de P encima de mí para el resto de nuestras noches, abandonar párrafos en un momento álgido porque me tocaba levantarme de la silla para bailar o dar pasos por la sala, comprarme una silla ergonómica rosa que duerme en el sótano, ayunar, hacer pilates, entrenar, y sobre todo… practicar yoga.
Quizá el yoga ha sido el único denominador común entre muchas épocas de mi vida de lo contrario irreconocibles entre sí: con 22 años recién licenciada, llena de vida y miedo. Más tarde en la 30th con Lexington cuando me mudé a trabajar a Nueva York, llena de adrenalina y falsa lucidez. Años después en Gracia, embarazada de Cleo, donde viví los viajes más triposos de mi vida en los que sé que las palabras no atraviesan… Y ahora, en estos tiempos ambivalentes.
Cuando hago yoga me resulta casi imposible no estar viendo metáforas en todas partes. Sospecho que eso significa que no estoy consiguiendo estar por completo en el presente, observar mi respiración y abandonar mis pensamientos. Pero me digo que lo que sí forma parte del yoga es la aceptación radical de quienes somos, y he asumido que voy a ser yo toda la vida: no existe divorcio con mi cabeza revoltosa.
Aquí algunas de mis hazañas mientras practico: