Dos cosas puedo asegurarte sobre salir con alguien durante mucho tiempo. (¿Por qué habré dejado de referirme a mi matrimonio de esta forma tan fresca? Cada amanecer es un día más saliendo con esa persona). La primera es que le escucharás contar a otros las mismas anécdotas, en incontables ocasiones, cambiando solo algún detalle aquí o allá.
La segunda: todo el reparto de características que hagáis al principio —el acuerdo tácito sobre quién de las dos es la persona más cariñosa, quién es más práctica, quién tiene peor humor o quién es más soñadora—, se verá revertido. Nos aferramos a estas creencias cuando hacemos algo tan salvaje como poner nuestra vida en común con un extraño. Así parece que todo queda definido, menos escurridizo. Pero el tiempo —cinco, diez años, a veces más— se encarga de desmentirlo todo, como si se riera de nuestras ilusiones de control.
El otro día me descubrí angustiada pensando en que podría no haberle conocido. Todo este imperio nuestro —compuesto de una perra, una hija, una alfombra comprada en nuestro primer viaje a Fez — podría no haber existido.
Pero existe. Y acercándonos ya casi a los diez años de ese primer encuentro, buscar nuevos lugares donde se encuentra nuestro amor se ha vuelto un ejercicio necesario, porque el tiempo se asegura de moverlo de sitio. Al principio estaba en el derroche de regalos, en encontrarme piedras hermosas en los bolsillos de mis chaquetas, en las promesas que ya hemos cumplido. Todo eso desaparece.
Y hay algo peor para las amantes del control: sin un ojo atento, el cambio ni siquiera se percibirá. Por eso, casi como un acto de resistencia, me propongo buscar nuevas formas de amor. Ahí va mi lista:
Me encanta observar a una pareja en una cena cuando, con solo tres palabras clave, tipo: ‘¿Te acuerdas? El que me vendió el vino.’ Se entienden al instante y regresan a la historia que siguen contando al resto de los comensales. La muestra visible de una vida construida juntos. Es el libro de esas dos Supernovas que nadie más sabrá leer.